
Un marco
caracterizado por la miseria que, sumado a la ascendiente presión de los Naródniki –“Los populistas”, grupo compuesto por idealistas que creían en el
papel revolucionario del campesinado y la necesidad de que estos debían ser
guiados por líderes individuales–, hizo que en 1961 el zar Alejandro II
elaborara una reforma agraria con la pretensión acabar con la servidumbre de forma
oficial.«Es preferible abolir la servidumbre desde
arriba y no esperar a que empiece a ser abolida desde abajo», como él mismo dijo.
La
evolución histórica posterior muestra que esta reforma ni apaciguó la
conflictividad social ni supuso una mejora real para el campesinado. Más bien,
sustituyó una esclavitud por otra: la económica. El Comité destinado a realizar
la redistribución de tierras no dejó de mostrar su carácter de clase e impuso
una serie de restricciones económicas
que, en vez de permitir a campesinos adquirir tierras, los obligó a vender su
fuerza de trabajo como jornaleros a cambio de unas condiciones laborales
paupérrimas.
Es
en este complejo entramado en el que se desarrollan los antecedentes familiares
y la infancia del escritor; hijo de unos comerciantes miserables que en un principio,
y al pensar que tendría dotes para el comercio, lo llevaron a una escuela
griega. Viendo que estaba yendo a dicho colegio en vano, el padre (Pavel) lo
apuntó a un liceo al que Antón fue durante diez años junto a sus hermanos. Allí
es donde el joven escritor empezó a colaborar con la revista del liceo y a
escribir sátiras como una forma de canalizar la frustración causada por su mala
relación con los profesores.
Pero
si por algo tengo que destacar la estancia de Antón en este liceo es porque es
en este donde conoce a su primer amor: el
teatro. Tal era su fascinación que, a sus trece años, ya había visto varias
de las obras con mayor reputación de la época a costa de trabajar en el mercado
vendiendo las aves que cazaba.
Al
mismo tiempo que escribía y empezaba a ganarse cierto reconocimiento en el
mundo literario de la época, asistió a la universidad para estudiar medicina.
Una carrera que le entusiasmaba –viéndose el papel de médico constantemente representado
en sus obras; “La gaviota”, “El tío Vania”, “Las tres hermanas”… – pero que abandonó una vez se consolidó como
un autor de éxito entre las altas y medianas capas de la sociedad. La
literatura, como él la describió, era su amante.
Su
experiencia familiar, sus inquietudes artísticas y sociales le llevaron a
desarrollar una técnica dramaturga
que chocaba radicalmente con la rama tradicional del teatro. Proscribió todo lo
espectacular de sus obras y, a pesar de ello, dotó a la acción dramática de una
nueva estructura basada en una simple sucesión de situaciones cotidianas con
las que consiguió –y consiguen, si nos referimos a las obras– trasmitir unas
intensas y profundas impresiones. Y todo a través de un entramado que
Stanislavski apodó de «corriente submarina», que no se dejaba ver con facilidad y ofrecía
temas novedosos y candentes para la época –causando opiniones polarizadas entre
la aristocracia y la efervescente burguesía liberal –.
Por
submarina se entiende un argumento principal escondido bajo el simbolismo y la sencillez de los
diálogos, los cuales nos dan la falsa impresión de que solamente lo que se
vislumbra por la superficie es lo que hay. Podemos ver este efecto claramente
en La gaviota, obra en la que se
puede creer que la trama central gira en torno al amor entre Treplev y Nina
porque, en cierta medida, es verdad. Pero hay algo más allá en lo que ambos
representan, en la forma en que se enfrentan a sus problemas y en la simbólica
gaviota.
Si
se lee con atención, veremos que en verdad Antón nos habla del arte y del
sacrificio que este exige; del heroísmo de Nina –que quiere ser actriz– para
seguir su vocación y la debilidad del soñador frente a la inmensidad del sueño,
que viene a ser representado por el otro personaje principal. Ambos son al
mismo tiempo la gaviota –recurso que aparece dos veces en escena – aunque cada
uno representa una faceta diferente de esta: Nina es el ave que despliega sus
alas para emprender el vuelo y Treplev el pájaro abatido e inerte.
Ambos
son víctimas de un talento todavía por madurar, con falta de objetivos y por no saber que aplicación darle a sus
aptitudes. En cada uno de ellos hay un poco del autor, de sus inicios y del
camino que tuvo que recorrer. Sin embargo, siendo alguien al que le gusta
implicar a su propia persona en sus creaciones literarias, también mete a
Trigorin, un escritor consolidado que causaba un contraste con los dos
anteriores y, por su actitud, Chéjov pretendía autodefinirse como una persona
condenada por su talento a tener que estar constantemente escribiendo o
buscando ideas; una persona que causaba un gran impacto en su alrededor pero
que, sin embargo, no terminaba por conectar o establecer un fuerte lazo con
nadie.
A
modo de conclusión –si es que merece tener un final esta breve presentación–,
no puedo hacer más que invitar a cualquier interesado a leer sus historias y a
saber ver más allá de la superficialidad con las que presenta un conjunto de
obras con las que revela a la indiferencia, la falta de ideología, el
conformismo y el egoísmo como unos de los males que aquejaban a la sociedad
rusa en la que tuvo que vivir hasta el día de su muerte: un día de agosto de
1904 a causa de tuberculosis.
0 comentarios:
Publicar un comentario