martes, 21 de noviembre de 2017

El primer poeta de nuestra guerra

«[F]rente al grupo de militares y traidores, entro yo, poeta, y conmigo mi poesía, en el trance más doloroso y trabajoso, pero más glorioso, al mismo tiempo, de mi vida. No había sido hasta ese día un poeta revolucionario en toda la extensión de la palabra y su alma. Había escrito  versos y dramas de exaltación del trabajo y de condenación del burgués, pero el empujón definitivo que me arrastró a esgrimir mi poesía en forma de arma combatía me lo dieron los traidores con su traición, aquel iluminado 18 de Julio» (Nota previa de Miguel Hernández en su “Teatro de Guerra”, 1937)

Miguel Hernández Gilabert es una de las figuras más emblemáticas de la poesía española de siglo veinte –enmarcado en la Generación del 27– y del republicanismo en el contexto de la guerra civil. El poeta y dramaturgo nació un 30 de octubre de 1910 en Orihuela, una localidad Alicantina, siendo el pasado lunes su aniversario.

Fue el tercer hijo de un humilde matrimonio, con un padre pastor de cabras y  una madre ama de casa. Su infancia estuvo marcada por la moderación, teniendo que compaginar los estudios con el trabajo como pastor, junto a su padre.

La vida escolar de Miguel Hernández duró diez años, de 1915 hasta 1925, cuando su padre rechaza una beca de los jesuitas y le ordena dedicarse plenamente al trabajo. De la misma forma, la educación recibida tuvo un fuerte componente eclesiástico (un hecho normal para la época), siendo las escuelas del Amor de Dios las encargadas de impartirle educación primaria y los Jesuitas bachillerato. Pero fue en este segundo lugar donde el poeta empezó a mostrar un gran interés por la literatura; gracias, primordialmente, a la amistad que trabó con el canónigo encargado de vigilar la biblioteca.

Esto es suficiente para contextualizar un poco a Miguel Hernández y conocer unos mínimos sobre cómo se desarrolla su juventud. Sin embargo, desde el ámbito de lo poético, no hay un único artista pues este presenta una evolución que pasa por la poesía pura –con obras como Perito en Lunas(1932), caracterizada por ser un acertijo poético y el uso de figuras retóricas ligadas al neogongorismo– y por la poesía neorromántica –con obras como El rayo que no cesa(1936), donde el estilo se manifiesta a través de la angustia, de la sangre y el grito–.

Pero incluso durante estas etapas, la influencia de la poesía política de carácter subversivo se hace patente en sus varios viajes a Madrid durante los años 30. Ya a finales de la dictadura de Primo de Rivera  hubo poetas que empezaron a desvincularse de la poesía pura hacia la espontaneidad y el compromiso político contra el régimen. Cabe destacar a Rafael Alberti, que pasaría a apodarse poeta en la calle, y a Emilio Prados. Ambos, junto a otros de menor renombre se lanzan a la poesía de propaganda política y revolucionaria.

Esto impactó a Miguel Hernández, pero por razones que van más allá de su fisiología o psicología –por lo menos la bibliografía requerida para el artículo acusaba la influencia a su edad o maleabilidad–, y que responden a un contexto social y político muy turbulento que estalla por primera vez con la revuelta de los mineros de Asturias de 1934. Su compromiso político se arraiga a las penurias de la clase que siente suya: la clase obrera. Pero lo que alzará ese grito romántico de liberación no será otra cosa que la guerra civil, la cual como un tornado arrasó de cuajo con las formas puras y lanzó a algunos artistas a la vida militante.

Es aquí donde entra en juego la obra de la que me interesa hablar: Vientos del pueblo, el primer poemario que escribe durante el conflicto y que recoge poemas que van desde 1936 a 1937. Un poemario que no tiene una estructura muy definida y que algunos autores consideran incompleto por sí mismo.

Pese al debate entorno su estructura como libro –un tema interesante del que habla Serge Salaün en Estudios sobre Miguel Hernández– y los altibajos de un poema a otro, podemos afirmar que bajo los poemas comprendidos hay un foso común que los une en un mismo cuerpo. Este mismo foso tiene ciertos componentes: 

La actitud es un pilar característico de la obra. Poemas hechos para ser recitados en las trincheras y la radio, durante los primeros años de  la guerra, tenían por finalidad animar a los combatientes republicanos y vanagloriar hazañas o héroes militares. Esto es un rasgo distintivo de la obra, que lo diferencia y mucho de su segundo gran poemario durante la guerra civil, pues en el contexto de septiembre de 1936 y julio de 1937 seguía habiendo en el bando republicano un sentimiento triunfante, la convicción de que la democracia y las clases populares ganarían el conflicto.

El concepto de pueblo, el cual actúa como único y gran eje central de la obra, en el sentido que le da Miguel Hernández; un sentido que se puede considerar casi metafísico y que responde al ideal proletario de armonía clasista. Un pueblo con el que se identifica íntegramente, con el que se solidaria y con el que se inspira.

Y como tercer y último componente está el romancero como reflejo del ideal republicano, como excelente modelo para la trasmisión oral del saber popular recogido en los poemas, que permite la expresión del pueblo y el artista en una misma forma.  Son una clase de poemas que priman la espontaneidad, pero cuya estructura permite una comunicación eficaz con las clases bajas –y más en tiempos de guerra–.

Vientos del pueblo reconstruye el espíritu republicano de las clases populares, refleja la heroicidad del momento histórico así como el optimismo general de los combatientes. Miguel Hernández fue en esta etapa un idealista, en el sentido positivo de la palabra, que trabajará con honestidad para cumplir con el papel que el devenir histórico le requiere.

Sin embargo, el desenlace de esta historia es generalmente conocido desde el principio –algo malo tenía que tener escribir y leer sobre autores pasados cuya vida se puede calificar de trágica–: Miguel Hernández Gilabert, el primer poeta de nuestra guerra, murió en 1942, no sin pasar los últimos días de su vida encarcelado por el nuevo régimen fascista que se había alzado tras la derrota republicana de 1939.



miércoles, 8 de noviembre de 2017

Federico García Lorca, época y poesía

«No hay quien pueda definirle» atestiguó en su día Vicente Aleixandre –un poeta de la generación del 27, la misma que nuestro protagonista–. Si algo es cierto, en mi opinión, es la extremada complejidad que presenta hablar de un personaje tan completo que, pese haber tenido una vida corta, vivió todo tipo de vaivenes. Sin embargo, no tengo temor –o el descaro– de intentarlo aunque, irremediablemente, me quede corto.

Federico García Lorca fue un “escritor” en el sentido estricto de la palabra, pues su amor por el arte lo llevó a abarcar todos los campos literarios y marcar la diferencia en estos. Esta voz castellana, que a día de hoy es de las más reconocidas junto las de autores clásicos como Miguel de Cervantes o Lope de Vega, nació un caluroso 5 de junio de 1898 en Fuente Vaqueros, una pequeña localidad en la provincia de Granada.

Hijo de un rico propietario agrícola, la infancia del poeta fue –y se presenta ante él– como la etapa más feliz de su vida; sin las preocupaciones y los miedos de la vida adulta. Hasta tal punto, que el paso de esta –que se fue para no volver– dejó cicatriz en su joven y nostálgico corazón. Su fascinación por esta etapa, la facilidad con la que los niños se sorprenden y la curiosidad con la que observan todo incitaron al poeta a escribir expresamente un poema titulado: Infancia y muerte.

                                             « Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!,
comí limones estrujados, establos, periódicos marchitos.
Pero mi infancia era una rata que huía por un jardín oscurísimo,
una rata satisfecha mojada por el agua simple,
y que llevaba un anda de oro entre los dientes diminutos. »

El estatus y renta económica familiar le abrieron puertas a una excelente educación para la época –en contraste con Miguel Hernández, otro mítico poeta antifascista–. Desde las clases particulares de piano hasta el ingreso en la universidad, todo el proceso educativo lo predisponía para ser un hombre de cultura con grandes conocimientos de música y escritura.

Estudiando en la universidad de Granada, donde era más conocido por su tacto musical, empezó a gestarse dentro de él una pasión efervescente por la literatura. Sentimiento motivado por uno de sus profesores, los viajes con este a ciudades de España y, como acontecimiento destacado, conocer a Antonio Machado –escritor de la generación del 98, por aquel entonces uno de los poetas con mayor reputación del siglo XX.


En 1919, un año después que publicara su primer libro Impresiones y Paisajes, el joven literato se mudó a la Residencia de Estudiantes (un centro educativo madrileño de la época) la que, sin duda alguna, estaba pasando por una de sus mejores etapas como núcleo de modernización cultural y científica del país.

Pese a la acusada influencia romántica y modernista, Lorca consiguió sacar su primer poemario en 1921. Libro de poemas –que así es como se llama–, nos deja ver entre sus versos como empieza ya a gestarse la conocida “poesía lorquiana” alrededor de temas tan humanos como el amor, la infancia y la muerte. Pero, sobretodo, empieza a destacar el uso de la simbología y la metáfora como unos de sus recursos más predilectos: «Un silencio hecho pedazos/por risas de plata nuevas» «Dejando sobre el camino/El agua de mi tristeza».

Con apenas veintitrés años de edad, Lorca ya mostraba ser un escritor bastante complejo, aquejado por problemas existenciales del ser humano. La frustración –no hay mejor palabra para definirla– es por excelencia la sensación que desahoga en cada uno de sus escritos; se presenta la muerte como un fenómeno necesariamente violento y el amor lo expresa como algo complicado que termina causando dolor –si se tiene en cuenta, ya no sólo lo que implicaba ser homosexual en la primera mitad de siglo XX, sino su vida romántica; su experiencia vital refleja la huella dejada por amores y desamores como Salvador Dalí–.

Tampoco fue un artista separado de su mundo, no era un poeta al que le gustase estar distanciado de la cultura donde fue acunado. Un rasgo característico de la poesía lorquiana es la asimilación del folclore popular andaluz –cabe destacar la influencia de Manuel de Falla– y la mezcla de este con las técnicas literarias que había ido aprendiendo a base de ser constante y activo en el movimiento cultural de la universidad. Este proceso de maduración, en el que el poeta vuelve a las raíces y habla de su tierra, se pone en manifiesto en el Poema del cante jondo (1931) y El romancero gitano (1928)

«En la noche del huerto
seis gitanas
vestidas de blanco
bailan. […]
    Y en la noche del huerto
sus sombras se alargan,
y llegan hasta el cielo
moradas. »

Otro fenómeno de relevancia en su dinámica vida fue el viaje que realizó a Nueva York en 1929, ciudad en la que vivió por nueve meses y sobre la que escribió un poemario (Un poeta en Nueva York) de crítica social contra la vida urbana. Aun el romanticismo por lo tradicional, su estancia en América –ya no sólo Estados Unidos, sino Cuba o Buenos Aires– quizá fue una de las mejores experiencias de su vida. Salir por primera vez de España, encontrarte con una sociedad culturalmente distinta y con mayor diversidad religiosa; sin duda alguna significó mucho en su manera de ver el mundo y hacer poesía. Y también, a partir de aquí, fue consciente del enorme impacto que podía tener su obra más allá de las fronteras españolas.

A estas alturas es probable que os deis cuenta que hablar de Federico García Lorca, sin mencionar su papel en el teatro, es como querer presentar un automóvil sin ruedas. Yo también soy consciente de ello, y por esto mismo no puedo evitar mencionar la vital importancia que tuvo la creación de La Barraca a partir de 1931. A través de esta compañía de teatro, Lorca pretendía «salvar el teatro español»haciendo llegar este a todos los rincones del país y a todo tipo de públicos.

Como corresponde a la evolución histórica del país, vemos al Lorca de los años treinta como un artista más comprometido con la sociedad española y con la necesidad de  que esta apoyase más las actividades culturales y renovase el teatro español para una mejor educación del pueblo y dejar en evidencia “las morales viejas o incorrectas”.

Pese a todo, nada pudo evitar el levantamiento de armas del ejército nacional apoyado por la burguesía más rancia en 1936. Federico García Lorca, un escritor poco querido entre los falangistas por tener un pensamiento progresista y unas ideas extrovertidas para la época –por no mencionar su condición sexual –, no tuvo más remedio que buscar refugio para evitar caer prisionero. Sin embargo, esto no fue posible, pues poco después de la insurrección lo atraparon en la casa del poeta Luis Rosales. Llevado a Víznar tras la detención, y siendo inútiles todos los intentos de salvarle la vida, el artista fue fusilado un 18 de agosto de 1936.


No cabe duda que el trágico final del artista ha sido uno de las principales causas de su mitificación. Pero no hay que quitarle el mérito, de haberse dedicado a la escritura y haber trascendido en todos los aspectos que ha tocado de ella como ningún literato de la época. Con un estilo que ha estado en constante evolución, que ha exprimido todas las influencias que en él han influido y una temática dramática que, en lo más hondo del lenguaje, pretendía trasmitir la frustración humana que le provocaba una lucha interna con el avance del tiempo y la asimilación de que la vida es complicada –o más bien imposible– de controlar a nuestro placer.