«[F]rente al grupo de militares y
traidores, entro yo, poeta, y conmigo mi poesía, en el trance más doloroso y
trabajoso, pero más glorioso, al mismo tiempo, de mi vida. No había sido hasta
ese día un poeta revolucionario en toda la extensión de la palabra y su alma.
Había escrito versos y dramas de
exaltación del trabajo y de condenación del burgués, pero el empujón definitivo
que me arrastró a esgrimir mi poesía en forma de arma combatía me lo dieron los
traidores con su traición, aquel iluminado 18 de Julio»
(Nota previa de Miguel Hernández en su “Teatro de Guerra”, 1937)
Miguel
Hernández Gilabert es una de las figuras más emblemáticas de la poesía española
de siglo veinte –enmarcado en la Generación del 27– y del republicanismo en el
contexto de la guerra civil. El poeta y dramaturgo nació un 30 de octubre de
1910 en Orihuela, una localidad Alicantina, siendo el pasado lunes su
aniversario.
Fue
el tercer hijo de un humilde matrimonio, con un padre pastor de cabras y una madre ama de casa. Su infancia estuvo
marcada por la moderación, teniendo que compaginar los estudios con el trabajo
como pastor, junto a su padre.
La
vida escolar de Miguel Hernández duró diez años, de 1915 hasta 1925, cuando su
padre rechaza una beca de los jesuitas y le ordena dedicarse plenamente al
trabajo. De la misma forma, la educación recibida tuvo un fuerte componente
eclesiástico (un hecho normal para la época), siendo las escuelas del Amor de
Dios las encargadas de impartirle educación primaria y los Jesuitas
bachillerato. Pero fue en este segundo lugar donde el poeta empezó a mostrar un
gran interés por la literatura; gracias, primordialmente, a la amistad que trabó
con el canónigo encargado de vigilar la biblioteca.
Esto
es suficiente para contextualizar un poco a Miguel Hernández y conocer unos
mínimos sobre cómo se desarrolla su juventud. Sin embargo, desde el ámbito de
lo poético, no hay un único artista pues este presenta una evolución que pasa
por la poesía pura –con obras como Perito
en Lunas(1932), caracterizada por ser un acertijo poético y el uso de
figuras retóricas ligadas al neogongorismo– y por la poesía neorromántica –con
obras como El rayo que no cesa(1936), donde el estilo se manifiesta a través
de la angustia, de la sangre y el grito–.
Pero
incluso durante estas etapas, la influencia de la poesía política de carácter
subversivo se hace patente en sus varios viajes a Madrid durante los años 30. Ya
a finales de la dictadura de Primo de Rivera
hubo poetas que empezaron a desvincularse de la poesía pura hacia la
espontaneidad y el compromiso político contra el régimen. Cabe destacar a
Rafael Alberti, que pasaría a apodarse poeta
en la calle, y a Emilio Prados. Ambos, junto a otros de menor renombre se
lanzan a la poesía de propaganda política y revolucionaria.
Esto
impactó a Miguel Hernández, pero por razones que van más allá de su fisiología
o psicología –por lo menos la bibliografía requerida para el artículo acusaba
la influencia a su edad o maleabilidad–, y que responden a un contexto social y
político muy turbulento que estalla por primera vez con la revuelta de los mineros de Asturias de 1934. Su compromiso
político se arraiga a las penurias de la clase que siente suya: la clase
obrera. Pero lo que alzará ese grito romántico de liberación no será otra cosa
que la guerra civil, la cual como un tornado arrasó de cuajo con las formas
puras y lanzó a algunos artistas a la vida militante.
Es
aquí donde entra en juego la obra de la que me interesa hablar: Vientos del pueblo, el primer poemario
que escribe durante el conflicto y que recoge poemas que van desde 1936 a 1937.
Un poemario que no tiene una estructura muy definida y que algunos autores
consideran incompleto por sí mismo.
Pese
al debate entorno su estructura como libro –un tema interesante del que habla
Serge Salaün en Estudios sobre Miguel
Hernández– y los altibajos de un poema a otro, podemos afirmar que bajo los
poemas comprendidos hay un foso común que los une en un mismo cuerpo. Este
mismo foso tiene ciertos componentes:
El
concepto de pueblo, el cual actúa como único y gran eje central de la obra, en
el sentido que le da Miguel Hernández; un sentido que se puede considerar casi
metafísico y que responde al ideal proletario de armonía clasista. Un pueblo
con el que se identifica íntegramente, con el que se solidaria y con el que se
inspira.
Y
como tercer y último componente está el romancero como reflejo del ideal
republicano, como excelente modelo para la trasmisión oral del saber popular
recogido en los poemas, que permite la expresión del pueblo y el artista en una
misma forma. Son una clase de poemas que
priman la espontaneidad, pero cuya estructura permite una comunicación eficaz
con las clases bajas –y más en tiempos de guerra–.
Vientos del pueblo
reconstruye el espíritu republicano de las clases populares, refleja la
heroicidad del momento histórico así como el optimismo general de los
combatientes. Miguel Hernández fue en esta etapa un idealista, en el sentido
positivo de la palabra, que trabajará con honestidad para cumplir con el papel
que el devenir histórico le requiere.
Sin
embargo, el desenlace de esta historia es generalmente conocido desde el
principio –algo malo tenía que tener escribir y leer sobre autores pasados cuya
vida se puede calificar de trágica–: Miguel Hernández Gilabert, el primer poeta
de nuestra guerra, murió en 1942, no sin pasar los últimos días de su vida
encarcelado por el nuevo régimen fascista que se había alzado tras la derrota
republicana de 1939.
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